lunes, 25 de mayo de 2009

El otro 25 de Mayo

Del libro "Monteagudo" de Pacho O'Donnell

La rebelión en Chuquisaca enciende su mecha cuando dos oidores, los hermanos José y Jaime Sudáñez, que preparaban con sus colegas de la Audiencia una conspiración para depo­ner a García Pizarro, son hechos prisioneros como evidencias de que éste estaba decidido a resistir; era el 25 de mayo de 1809. Al difundirse la noticia el pueblo chuquisaqueño, indu­dablemente insurreccionado por los jóvenes revolucionarios, se echó a la calle para exigir a García Pizarro la revisión de tal medida y también su renuncia. Como éste aceptase lo primero, pero se negase a lo segundo, fue detenido y en su lugar asu­mieron el gobierno los oidores con el título de Real Audiencia Gobernadora, que fue apoyada por Juan Antonio Álvarez Are­nales qué se había hecho cargo del mando militar como co­mandante general.

Este hombre de armas, español de nacimiento pero sincera­mente comprometido con', la causa americana, fue más tarde valioso colaborador de Belgrano en el Alto Perú y de San Mar­tín en su toma de Lima.

Los sublevados de Chuquisaca tendieron sus tentáculos ha­cia La Paz; lugar donde conspiraban desde hacía ya tiempo va­rias patriotas y que se pronunció el 16 de junio bajo el lideraz­go de Pedro Murillo y Manuel Jaén.

Es de gran interés conocer la proclama que desde Chuqui­saca es enviada a La Paz y que se encuentra en el Archivo Ge­neral de la Nación: "Proclama de la Ciudad de La Plata (como también se conocía entonces a Chuquisaca). A los valerosos ha­bitantes de la ciudad de La Paz: Hasta aquí hemos tolerado una especie de destierro en el seno mismo de nuestra patria: hemos visto con indiferencia por más de tres siglos, inmolada nuestra primitiva libertad al despotismo y tiranía de un usur­pador injusto, que degradándonos de la especie humana nos ha perpetuado por salvajes, y ',mirado como a esclavos; hemos guardado un silencio bastante análogo a la estupidez que se nos atribuye por el inculto español, sufriendo con tranquilidad que el mérito de los americanos haya sido siempre un presagio cierto cíe su humillación y rumia. Ya es tiempo pues de sacudir yugo tan funesto a nuestra felicidad como favorable del orgu­llo nacional del español; ya es' tiempo de organizar un nuevo sistema de gobierno fundado en los intereses de nuestra Patria altamente deprimida por la bastarda política de Madrid; ya es tiempo en fin de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas colonias, adquiridas sin el menor título y conser­vadas con la mayor injusticia y tiranía".

Este extraordinario documento, fechado el 18 de agosto de 1809, es decir varios meses antes de la proclama del 25 de ma­yo de 1810 en el Río de la Plata, está originado, según todas las evidencias y las investigaciones de algunos historiadores, en la pluma del precoz Monteagudo. Su lectura limita toda enga­ñosa especulación en torno a la lealtad a Fernando VII de los verdaderos revolucionarios de América. Es innegable que estas palabras apuntan en forma prístina a la ruptura definitiva de las relaciones de sujeción entre la Metrópoli y sus colonias.

Monteagudo fue designado por la Audiencia a cargo. Del gobierno en una misión especial que consistía en la intercep­ción del correo que venía desde Buenos Aires y que antes de llegar a Chuquisaca pasaba por,, Potosí, a cargo del gobernador Francisco de Paula Sánz, que aunque había expresado su soli­daridad con el movimiento chuquisaqueño nadie dudaba acer­ca de sus simpatías por las autoridades depuestas.

El tucumano es rápidamente asaltado por una partida que responde a Sánz y es puesto en prisión. El argumenta, con la habilidad que lo caracterizó siempre, que su misión era de ab­soluta lealtad con el rey de España y que tan gravísimo error no dejaría de tener consecuencias. Quizás impresionado, el go­bernador de Potosí, cuando se entera, ordena la inmediata li­bertad del ardoroso revolucionario. La medida se cumple, con demora, lo que indigna a Monteagudo y cava la fosa de Sánz; quien meses más tarde pagará con' su vida el rencor de ese jo­ven apasionado, dispuesto a cumplir con sus tareas revolucio­narias más allá de todas las dificultades.

Estas no tardaron en volverse a presentar ya que al llegar a Tupiza fue también detenido y puesto en prisión, esta vez por el coronel Benito Antonio de Goyena, con el pretexto de no haber sido notificado del cambio de autoridades determinado por los sucesos del 25 de mayo de 1809. El asesor de dicho co­ronel era Pedro José Agrelo, más tarde destacada figura de nuestra independencia, pero por entonces al servicio de las au­toridades realistas en el Alto Perú.

Evidencia de la ya vigorosa personalidad de Monteagudo es la habilidad y coraje con que responde a Goyena y Agrelo. Así, cuando se lo interroga acerca de si los oidores de Chuquisaca daban por sentado que el susodicho coronel acataría o no sus órdenes, el abogado tucumano responde que la misma noche en que su designación fue firmada, en conversación privada con el oidor Ussoz y Mosi y con el señor fiscal Miguel López, les oyó decir que Goyena acataría sus órdenes, a pesar de su lealtad con el gobernador Sánz, debido a que "tiene talento y sabe que es mucho lo que puede perder".

No se agota aquí la velada amenaza de aquel joven engrilla­do ante sus poderosos carceleros, sino que además, como al pasar, comenta que el encargo de apoderarse del correo era para confirmar lo ya sabido: que una revolución similar a la de Chuquisaca y La Paz había también estallado en el Río de la Plata y en Lima.

Esa primera experiencia le demostró dramáticamente cómo las insurrecciones de La Paz y de Chuquisaca iban perdiendo vigor a medida que crecían las voces dialoguistas y moderadas, partidarias de llegar siempre a un acuerdo con el enemigo an­tes de combatirlo con vigor. Como si fuera posible conciliar con quien sólo sabía doblegar a sus colonizados, convencida España de que era ese su derecho divino y una obligación na­cional.

El virrey de Lima, Abascal, ordenó al brigadier Goyeneche reprimir a los insurrectos de La Paz, misión que cumplió con extremada crueldad, pasando por las armas a los cabecillas Murillo, Jaén, Sagárnaga, Medina y otros. Fue mucho lo que Monteagudo aprendió de estas jornadas, pues la insurrección fue sofocada no sólo por la eficiencia de un ejército disciplina­ do, y bien armado, bajo las' expertas órdenes de un militar de carrera como Goyeneche, sino también, y quizá principalmen­te, por la anarquía desatada' en las filas patriotas corroídas por las celosas disputas entre sus líderes, circunstancia que fue fo­mentada por agentes al servicio del Rey.

Como si no hubiera bastado con la natural crueldad de Go­yeneche, también intervino la perentoria orden del Virrey, quien lo conmina a "ejecutar a aquellos cuya muerte se había suspendido y para juzgar militarmente a los demás"... El jefe realista, a su vez, ordena: "Después de seis horas de su ejecu­ción se les cortarán las cabezas a Murillo y a Jaén y se coloca­rán en sus respectivas escorpias construidas a ese fin, la prime­ra en la entrada del' Alto Potosí y la segunda en el pueblo de Croico para que sirvan de satisfacción a la Majestad ofendida, a la vindicta pública del reino y de escarmiento a su memoria".

Para tener una idea del tenor de las demás penas valga co­mo ejemplo la sentencia de don Manuel Cossio: "sedicioso al­borotador instrumento de los principales caudillos en los fu­nestos acaecimientos de todo el tiempo de la sublevación, le condeno a que sea pasado, por la horca, luego de que sean ajusticiados los demás reos, cuya ejecución presenciará monta­do en un burro de albarda" No se trataba sólo de matar sino también de denigrar, como supremo escarmiento para que na­die volviera a intentarlo.

Luego de la represión en La Paz sobrevendría el sofoca­miento de los amotinados en Chuquisaca. Fue el virrey Cisne­ros quien comisionó al mariscal Vicente Nieto para que al frente de un contingente dé 1.500 hombres se dirigiera a to­rnar esa plaza, lo que se cumplió sin mayores dificultades debi­do a la desmoralización en que se encontraban ya las filas pa­triotas. La acción de Nieto fue considerablemente distinta a la de Goyeneche, ya que la represión no fue tan sangrienta como la de éste sino que se limitó á condenas de azotes y de prisión para los conjurados, seguramente debido al respeto que impo­nía la ubicación social y talante intelectual de los profesores y doctores de Chuquisaca. También porque muchos alumnos pertenecían a familias patricias y ligadas al poder virreinal.

Es cíe imaginar el ímpetu que Monteagudo y otros pusieron para evitar un final tan desangelado de lo que fue el primer grito insurreccional en América del Sur, pero sus entusiasmos se estrellaron contra la pusilanimidad de quienes se apresura­ron en entrar en disculpas y negociaciones con quienes venían a reprimirlos y así obtener alguna posición ventajosa ante los nuevos dueños de la situación. Ni siquiera sirvió que el valien­te Arenales hubiese informado a la Audiencia de que contaban con el apoyo de sus tropas para oponerse al avance de Nieto, lo que le valió ser tomado prisionero y enviado a las prisiones del Callao,

"No hay duda -escribiría el abogado tucumano tres años más tarde- que los progresos hubieran sido rápidos si las de­más provincias hubiesen igualado sus esfuerzos atropellando cada una por su parte. Mas sea por desgracia o porque quizás aún no llegó la época, permanecieron neutrales Cochabamba y Potosí, burlando la esperanza de quienes contaban con su unión."

Cabe pensar que con su encarcelamiento, Sánz evitó la mi­sión principal del joven revolucionario: insurreccionar Potosí. No consta que Monteagudo fuera sometido a un juicio que hubiese concluido en una casi segura condena a muerte. Quizá porque gozaba de un alto prestigio en la población de Chuqui­saca y también debido a que, su juventud lo exculpaba de ma­yores responsabilidades ante los ojos de los partidarios del Rey. La liviandad con que se, lo trató hace suponer que no se tuvo en cuenta su importancia como significativo orientador del movimiento revolucionario e inspirador de muchas de las ideas que lo sostuvieron.

"Luego que la perfidia armada mudó el teatro de los suce­sos, empezó el sanguinario Goyeneche a levantar cadalsos, ful­minar proscripciones, remachar cadenas, inventar tormentos y apurar, en fin, la crueldad hasta oscurecer la fiereza del teme­rario Desalines. Las familias arruinadas, los padres sin hijos, las esposas sin maridos, las tumbas ensangrentadas, los calabozos llenos de muerte; sofocado el llanto porque aun el gemir era un crimen y disfrazado, el luto el solo hecho de vestirlo mostraba cómplice al "que lo traía." ("Mártir o Libre", 25 de mayo de 1812.)

Monteagudo no sólo era tan revolucionario de acción vigoro­sa, sino también, como testigo del dolor, se obligó siempre a ga­rantizar la memoria de su pueblo, con pluma ágil y encendida.

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